19/4/08

Kurt Wolff - Sobre la labor del editor

Autores, libros, aventuras: reflexiones sobre la labor del editor


La imagen usual que el individuo corriente tiene acerca de la labor del editor es terriblemente primitiva: uno piensa que el editor lee manuscritos o hace que se los lean (al parecer estos manuscritos llegan por sí mismos y en inmensas cantidades) y luego le envía al impresor lo que a él o a sus lectores más les haya gustado. Para que el libro sea también bello y atractivo, el editor busca a un diseñador, quien esboza el lomo y la portada. El éxito o el fracaso son apenas cuestión de suerte.
La realidad es un poco diferente, pero no es fácil aclarar cuán compleja
es esta profesión, cuántos elementos deben reunirse para conferirle al concepto de ‘editor’ un sentido legítimo y positivo, cómo, en esta labor, una y otra vez los planes y las reflexiones racionales son echados al piso por lo irracional, cómo aquí existe siempre un estado de permanente incertidumbre y ansiedad, una fuente perpetua de gozos y de desilusiones.
Pero antes de que sigamos hablando del editor, de su vocación y su profesión, debo decir que en lo personal considero que el concepto de editor sólo es auténtico en determinadas proporciones. Una empresa que publique anualmente entre cien y cuatrocientos libros (y de estas hay bastantes en el mundo) puede ser muy respetable, puede publicar también buenos libros entro los muchos que publica, pero no pu
ede ser, por supuesto, la expresión de una única personalidad editorial. Se puede comprobar –si bien han existido de vez en cuando excepciones– que por lo general los libros de los grandes autores no han sido publicados por las compañías más monstruosas, sino que han sido la importante labor literaria de pequeñas empresas, es decir, han sido responsabilidad de editores particulares: el círculo de Stefan George estaba en manos del editor outsider Bondi, S. Fischer fundó una editorial para el movimiento naturalista de inicios de siglo, y el expresionismo halló su refugio en la Editorial Kurt Wolff. En el extranjero ha sucedido algo similar: Proust, Gide, Valéry, no fueron editados por Hachette, ni Hemingway o Ezra Pound al principio por alguna multinacional.
Un autor deposita su confianza en una persona por la que se siente comprendido, no en la junta directiva de alguna de esas sociedades que en francés llevan el muy pertinente nombre de Société Anonyme. El editor no es un anónimo, sino sinónimo de su labor. Entonces, aquí hablo sólo de este tipo de editor individual. Que pueda o no tener un estatus especial, que pueda en algún sentido ser un factor promotor determinante de la cultura de su tiempo, que cree algo esencial o sólo devalúe el papel con lo que imprime, todo eso depende de una infinidad de condiciones, de las que aquí sólo hablaré superficialmente.
Una cosa es indispensable en esta labor: tener suerte: la esterilidad o la fecundidad de un determinado periodo de creación artística es cuestión de suerte, y en una época poco creativa, el editor está condenado a la impotencia.

Me parece que son requisitos obvios del editor: un nivel de educación que supere el universitario; familiaridad con la literatura universal, no sólo la del propio país; capacidad de juicio independiente y bien fundada respecto a los valores literarios, combinada con la capacidad de distinguir lo original y lo imitativo, lo auténtico y lo artificial, y sentido del olfato y comprensión frente a las tendencias visionarias de su tiempo. Indispensable es también la capacidad de expresarse claramente por escrito, no sólo en cartas: de encontrar la forma más adecuada de presentar a un autor y un libro a la crítica, a los lectores y a las librerías; las dos o tres palabras que caracterizan una obra en los avisos publicitarios pueden ser decisivas para la victoria o el fracaso absoluto.
Por otra parte, uno no puede seducir a un autor solamente con buenas comidas, cócteles o un adelanto generoso. Lo que el autor busca es a una persona en la que pueda encontrar resonancia y con la que sea capaz de establecer buenos lazos de empatía; alguien que se ocupe de su obra, cuyo juicio crítico o favorable sea de importancia para él; alguien que de veras tome parte en su futuro creativo (¡y por supuesto también en su presente terrenal!). Los autores tienen oídos despejados y no se dejan
engañar fácilmente: ya en el primer minuto saben si el editor con el que están hablando en verdad conoce su obra, si apenas la ha hojeado superficialmente o si no conoce más que el reporte de un lector.
Sin duda el ed
itor siempre puede tener motivos plausibles para dejar al autor bajo la responsabilidad de un lector. Si posee la personalidad adecuada, una personalidad con la que el autor se entiende bien, pues excelente. Este método es incluso usual hoy día. Pero con ello, el editor pasa a ser a los ojos del autor nada más que una fachada, un administrador, el tipo que firma los contratos y los cheques. Un verdadero equipo de trabajo y confianza sólo pueden surgir entre el autor y la personalidad con la que aquél, justamente: trabaja. Sólo esa personalidad se podrá ganar la fidelidad del autor.
Puede ser relevante y digno de alabanza reeditar obras del pasado y transmitir al lector libros extranjeros significativos. Sin embargo, en el corazón de los deseos y las esperanzas de todo editor auténtico se debe hallar como sentido y finalidad de su profesión: ganar, y lograr conservar para sí, a los mejores autores contempo
ráneos de su país y en lo posible también de otros países.
Los autores: claro que son difíciles de tratar y no
es posible establecer reglas, pues ¿por qué deberían ser todos los autores similares entre sí? Es un gran error intentar ganarse a los autores con “psicología”. Mejor sigamos siendo naturales, humanos. Pero jamás olvidemos lo siguiente: el ser creador no puede ser un ser balanceado: se vuelve creador justamente gracias al conflicto trágico entre realidad e imaginación.
La relación con
el autor debe ser, de parte del editor, una relación amorosa que no exige nada, que ya ha perdonado por adelantado las pequeñas desconfianzas –pero también las grandes infidelidades.


La edición en general y la pregunta: ¿cómo se encuentran los autores y los editores?

Vengo escuchando la pregunta “¿Dónde aprend
ió su profesión?” hace cincuenta y cinco años. Y la respuesta es siempre la misma: en ninguna parte.
Creo que es un atractivo especial de nuestra profesión el hecho de que no se pueda estudiar. Me replican: ¿no sería útil haber trabajado en una imprenta o en un taller de encuadernación? ¿Pero por qué? Yo no quiero diseñar libros ni armarlos. O me dicen: al menos sería deseable haber trabajado un tiempo en una librería, ¿no? ¿Por qué? Desde que tenía doce años he pasado casi todos los días horas enteras en librería
s, en mi ciudad o en viajes. Que esté parado al frente o detrás del mostrador, que sea vendedor o comprador, da francamente igual. El que sienta pasión por el libro y tenga vocación de editor, se sentirá en una librería siempre como en casa. Tampoco creo en la importancia del Dr. phil. Por supuesto que es deseable ser versado en la literatura universal, así como conocer tres o cuatro idiomas vivos para poder leer por sí mismo la literatura extranjera y no tener que confiar siempre en los reportes de terceros. Pero todo eso no es más que la llamada “cultura general”. Y sólo con ella no se llega muy lejos en nuestra profesión.
Me largué un día de la Facultad de Filología
Alemana de la Universidad de Leipzig y me mudé, por invitación de Ernst Rowohlt, a la Königstraße 10, la casa de la imprenta Drugulin, a la diminuta oficina de aquél futuro colega igualmente obseso por los libros. Y no traía conmigo más que un estado imposible de aprender, un estado que uno siempre debería traer consigo y por cierto en grandes cantidades: entusiasmo. Por supuesto que el entusiasmo debe estar combinado con buen gusto. Todo el resto es secundario y se aprende rápidamente a través de la práctica.
En primer luga
r, uno debe tener claro qué línea quiere seguir en la propia labor editorial. Pero incluso eso está predefinido por el gusto y el entusiasmo de los individuos. Bajo “gusto” no entiendo solamente capacidad de juicio y sentido de la calidad de los productos literarios. El gusto debería implicar también un sentimiento consistente sobre en qué forma –formato, caja, tipo, tapa, sobrecubierta– debe ser presentado un determinado libro. Por otra parte, el gusto literario debe estar además combinado con el instinto que indica si un libro sólo será recibido por un pequeño grupo de lectores o si, gracias a los materiales y la forma, también puede ser adecuado para un círculo más amplio. El tiraje y la publicidad habrán de determinarse a través de aquel instinto, y uno debe ser cuidadoso de no permitir que el entusiasmo personal conduzca a expectativas erróneas y demasiado optimistas.
Cuando me mudé a la oficina de dos cuartos de Rowohlt –en el tercer cuarto vivía él– el entusiasmo era ilimitado; por lo demás, el gusto por lo tipográfico se limitaba a saber si la caja, la portada, la tapa, etc., eran atractivas o espantosas. Tuvo que pasar un buen tiempo hasta que yo le pudiera decir al tipógrafo: dos puntos más al espaciado, los títulos en itálicas, etc. En ese aspecto Ernst Rowohlt me superaba con creces. Había trabajado en Drugulin y había aprendido muchísimo. En cuanto al gusto literario nos entendíamos bastante bien […]
¿Pero cómo llegan los manuscritos a la editorial
, y de dónde vienen? ¿Cómo se produce el encuentro autor-editor? Y ante todo: ¿cuáles son los criterios para la elección de lo que uno publica?
Uno edita, bien libros que uno piensa que la gente debe leer, bien libros que uno sabe que la gente quiere leer. Los editores de la segunda categoría, esto es, los que quieren satisfacer servilmente el gusto del público, no valen para nosotros, ¿no? Hacen parte de otro ordo –para hacer uso de aquel bello concepto del catolicismo. Para tales labores editoriales no se necesita ni entusiasmo ni buen gusto. Uno entrega la mercancía que se le encarga. Uno debe apenas saber qué puede llegar a excitar las glándulas lacr
imales o las glándulas sexuales, o cualquier otro tipo de glándulas, qué pone a latir más rápido el corazón del deportista, qué produce los mayores escalofríos, etc.
Nosotros, el otro tipo de editores, nos esforzamos, si bien en una muy modesta medida, por la creación; intentamos entusiasmar al lector por aquello que nos parece original, poético, valioso, prometedor, sin importar si se trata de un texto fácil o difícil. Esto vale tanto para non-fiction como para fiction. Por supuesto: nos podemos equivocar, y de hecho nos equivocamos a menudo. De vez en cuando creemos sospechar promesas para el futuro en la personalidad o el manuscrito de un autor, y las promesas no se realizan. Lo que cuenta es el esfuerzo; el éxito no siempre es decisivo –muchas veces es cuestión de azar. Sí: la obtención de un buen autor se debe de hecho más a menudo al azar que al mérito. Pero no nos quedemos en la teoría.
Dado que yo había aceptado un manuscrito de Max Brod, y él veía en la Editorial Kurt Wolff la edit
orial para toda su oeuvre, me envió a un joven compatriota y amigo suyo, Franz Werfel. Un día cualquiera trajo consigo a otro amigo y paisano. Se llamaba Franz Kafka […]


Del “pretender” a un autor o: ¿cómo se separan autor y editor?

En todo el mundo hay leyes estrictas contra la trata de blancas. A los autores, por el contrario, los puede pillar cualquiera. Se deben proteger a sí mismos. Son enganchados, pretendidos, sustraídos: como las chicas –sólo que de manera impune.
Este asunt
o es tan antiguo como la profesión misma del editor. Pero desde hace algunos años existe una nueva palabra para él, a saber: “sustraer”.
“¿Y qué me dice de esto?” –me cuenta el editor A–. “El infeliz de B viene tratando de sustraerme a mi autor C. Pero gracias al cielo yo ya tengo un contrato fijo para los siguientes tres libros de C…”
Cuando oigo algo así –y lo oigo a menudo– me quedo mudo y perplejo. En estos casos, discutir es, como lo sé ya por experiencia, inútil.
No creo en contratos fijos; me parecen inmorales en el trato entre autor y editor (el trato entre editor y agente es otra cosa).
Los representantes de una cervecera pueden sustraer para sí al dueño del restaurante X, y convencerlo de no vender más la cerveza a sino la b. Pero el individuo, y ante todo el individuo creador, no puede ser el objeto de un tráfico de ganado. Me parece que cohibirlo en su libertad es ofensivo y degradante. Debe poder, a partir de su propio albedrío, de su propio antojo y, porqué no, motivado por un adelanto de un par de millones de pesos, cambiar el editor; debe poder ser libre. Pero cuando he nombrado estas herejías al frente de un colega, he notado que éste no le da crédito a mis palabras, y que está convencido que yo no aplico esta teoría en la práctica.
Debo admitir que uno, en cuanto editor, se siente amargado de vez en cuando. Cuando uno, por ejemplo, ha sacado a la luz a un autor joven a través de algunos libros, los cuales parecían promisorios para el futuro y que sin embargo implicaban un riesgo –y luego este autor se larga con el primer libro exitoso, significativo, hacia donde otro editor: es difícil aceptar eso con indiferencia–. Y sin embargo quiero en todo caso dejar incólume la libre decisión del autor […]

* Por la traducción: Copyright / Derechos reservados de autor HDCA

* Imágenes: Logo de la editorial Kurt Wolff Verlag // Portada original de la novela Der Untertan (El súbdito) de Heinrich Mann (1919) // Portada original de Die Verwandlung (La metamorfosis) de Franz Kafka (1915)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Carito, me alegró la mañana y me dio energías para otra tarde de Feria del libro. Es una gran reflexión sobre el oficio y creo que define muy bien lo que uno pretende. Ya veremos con el tiempo si se logra o no.

Un abrazo,

Carlos.

Camasule dijo...

Mi estimado Hernán: gracias por su versión de este magnífico texto. Por estos días que estuve acercándome al sector editorial, me encontré con la desazón de algunos editores que por publicar sólamente aquello que consideran bello y meritorio se condenan a sí mismos al fracaso. ¿Será que en este tiempo, para que puedan sobrevivir editoriales pequeñas, que le apuestan a fe a sus autores, se necesita solamente una alta dosis de idealismo, o se rá necesaria la versatilidad de combinar el criterio estético y comercial? Nuevamente habrá "apocalípticos e integrados", pero lo que sí he descubierto es que algo debe cambiar en relación con el hacer de este antiguo oficio para esta nueva época.