23/9/09

Bertolt Brecht - La casa Bauhaus moderna (un cuento)


“Langostinos del Mar del Norte” – o la casa Bauhaus moderna (1926)


Es de sobra sabido que en noviembre y diciembre de 1918, una horda de hombres regresó a casa. Hombres cuyas costumbres habían sufrido indeciblemente, y cuyos hábitos irritaban a todos aquellos por lo quienes aquellos hombres habían luchado. Es imposible hacerles un reproche por ello. Pero quien en realidad la tenía peor era una clase de repatriados, a quienes la guerra había convertido en gente asombrosamente fina. Es imposible conv
encer a esta clase de individuos de que salgan de sus baños revestidos de azulejos, después de haber tenido que pasar años de sus vidas acurrucados en trincheras enlodadas.
Un hombre así era Kampert, de la octava división de la Marina. Era un hombre extraordinario. Había soportado la inmundicia de Arras y la inmundicia de Ypres, y había hecho todo lo que le habían exigido. Nunca fue portada del periódico de guerra de Lille, pero había compartido su tabaco con quien tenía al lado, y si alguna vez sintió temor, se trataba de aquel tipo de temor permitido, que brota del entendimiento. Müller, también de la octava, hoy en día de nuevo ingeniero y uno de mis amigos, y quien en tiempos de guerra fuera teniente sobre Kampert, me cuenta que éste no fue ascendido porque se ponía a la altura del resto de sus compañeros. Una señal de primera clase. Pero luego terminó la guerra y Kampert dejó todo atrás y logró olvidar Arras e Ypres en cuestión de tres semanas, como había olvidado su nacimiento hace veintinueve años. Volvió también a ser ingeniero de la AEG, y desde el momento en que empacó todo lo que había traído del frente –ropa privada, navaja, reloj de pulsera, e incluso su diario– junto con su abrigo lleno de piojos, en una caja y ordenó a su empleada que se deshiciera de todo eso, decidió: que un hombre que ha sido obligado a llevar una vida miserable tiene el derecho de dormir el resto de sus días en medio de almohadones y de comer en el más silencioso de los ambientes. Fue testigo hace poco del modo en que de esta resolución surgió un desastre tremendo.
Desde hacía casi un año, Müller y yo no escu
chábamos absolutamente nada de Kampert. Sabíamos que en este tiempo se había casado, y por cierto con una dote fantástica. No nos habían invitado a la boda, pero dos semanas antes Müller lo había visto en una carroza elegante –sillas de aluminio brillante y cuero marroquí rojo–, en la cual uno se sentiría como columpiándose en una bañera. Pocos días después, Kampert nos llamó: nos propuso ir a su casa, digamos mañana por la noche, para tomarnos un whisky con él –en un grupo selecto, por supuesto–.
“Whisky”, dijo Müller mientras subíamos las escaleras. “¡El hombre parece querer esforzarse!”. Y sacó del bolsillo de su chaqueta u
na magnífica lata de langostinos del Mar del Norte: “Al hombre siempre le han gustado los bocadillos finos”. Pensé que Müller podía ser realmente amable.
Kampert mismo nos abrió la puerta. Müller lo saludó acaloradamente, Kampert pareció muy conmovido. Mientras colgaba nuestros sombreros de un par de ganchos bastante simpáticos esmaltados de negro,
nos ofreció disculpas porque su empleada tenía libre ese día. “Pero ustedes al fin y al cabo no son una comitiva diplomática”, dijo de buen humor.
“Noooo”, dijo Müller, “pero dime, esto está lleno de gente, ¿no?”.
“Tonterías”, respondió el otro, “aquí no hay nadie. Sólo nosotros tres. El círculo más selecto”.

“¡Pero si te arreglaste con todas las de la ley, viejo zorro! ¡Mira ese refinadísimo traje de noche en el que estás metido!”.
“Tonterías”, dijo Kampert, “siempre me cambio por las noches. Es una de mis mañas. No les molesta, ¿o sí?”.

“Tonterías”, replicó Müller, “whisky es whisky”. Kampert nos incrustó en dos sofás americanos muy cómodos en el vestíbulo mientras esperábamos a la dama de la casa.
“Esto es toda una sala de exposiciones”, dijo Müller después de algunos minutos de silencio en lo que no hicimos otra cosa que observar las paredes del apartamento, altísimas y todas blancas. Müller parecía cansado y
bostezó ruidosamente. “Entonces, muéstranos el whisky”.
Kampert atravesó la sala y sacó de un pequeño armario de caoba roja un par de botellas. “Uno después del otro”, dijo sonriente.
“¿Les parece que las paredes son muy altas?”
“Nooo”, dijo Müller, “sólo un poquito. Bueno… sí son un poco altas, pero este no será la única sala de estar, ¿no? Pero las sillas son maravillosas. Y este curaçao no sabe nada mal”.
“Prueben el chartreuse”, nos dijo Kampert. “Yo pensé: una sala enorme y dentro sólo un par de sillas: no se imaginan cómo tranquiliza eso”.
“Pero la toldilla es bellísima”, le aseguré, “¡es muy original!”. Era una persiana japonesa al frente de una ventana monstruosamente extraña.

Se puso de pie y caminó en esa dirección. Giró una ruedita de madera y toda la cosa se enrolló arriba en una caña de bambú. “Le hace sentirse a uno estando todo el día en Cuba. Es increíble cuánto sol acumula”.
“¿Recibieron el apartamento así?, preguntó Müller, quien al parecer dudaba de si era el momento correcto de mezclar el chartreuse con el curaçao.
“¿Tú qué crees? Hombre, todo esto lo construimos nosotros. Al principio eran dos simples habitaciones pequeño burguesas. Ya sabes
: estrechas y muy seguramente repletas de muebles hasta el techo”.
Müller decidió esperar con la mezcla hasta que la dama de la casa nos hubiera saludado, y nos dijo, examinando el chartreuse:
“Pues sí, ¿no?, es que uno vive como un cerdo, sin pensar”.
Entonces llegó la esposa de Kampert. Muy bella, muy amable y muy bien vestida. Nos dio la mano y nos hizo sentir como si fuéramos sus amigos, y no los de su esposo. Nos dijo que la casa aún no estaba lista, pero que teníamos que entrar a verla. Quizá nos gustaba una que otra cosa. Estaban decididos a adornar el lugar del modo más integral posible. ¿Por qué no habría de ser posible diseñar una casa de forma tan armónica como cualquier vestido de noche? La mayo
ría de las personas pasaban toda su vida en medio de horrendas colecciones de muebles sin sospechar de qué manera radical dañaban su gusto casa mañana al despertarse. Nos preguntó qué pensábamos, por ejemplo, del vestíbulo donde habíamos tomado asiento.
“Precioso”, dije yo.
Se rió y observó a su marido. “No sé –respondió– si precioso es la palabra correcta. En todo caso, no es lo que habíamos pensado. Queríamos hacer algo completamente simple en el vestíbulo, casi algo brusco, yo hubiera preferido sillas de jardín, pero es que se ven fatal. Y una toldilla pesada. He recorrido medio mundo para encontrarla. Pero cuando vi la esterilla en una tienda, dije inmediatamente: esta es”.
“Sí”, dije burlándome de Müller, “y tú te quedas
ahí sentadote como si hubiéramos tenido que pagar entrada y fuera lo más normal del mundo sentirse tan a gusto aquí”.
Müller no se rió tan efusivamente como el resto de nosotros. Miraba las paredes con algo de sorpresa. Yo tenía la impresión que hubiera preferido que nadie le dijera por qué se sentía tan cómodo allí.
En todo caso, Kampert no reparó en el comportamiento de Müller, sino que preguntó: “¿No les llama la atención algo en estas paredes?”
“Que son muy altas”, dijo Müller.
La esposa de Kampert se rió de nuevo. Pero K
ampert respondió fríamente: “Me refería a que no hay cuadros. La mayoría de gente atesta las paredes de cuadros. Pero yo digo: si una persona no tiene un cuarto completo para colgar cuadros, lo mejor es que no cuelgue ninguno”.
Fue en ese instante que Müller me lanzó la primera mirada descompuesta, pero debo confesar que pasó un buen rato antes de que entendiera lo que quería decirme.
“Vengan”, continuó la esposa de Kampert, “les muestro el resto”. Y mientras Kampert se ponía de pie y me decía: “No se trata de dinero, pues si así fuera todo se vería muy distinto. Se trata simplemente de un poco de reflexión, y si quieres, con algo de buen gusto. Nuestro lema es: no somos para la casa,
sino la casa es para nosotros”, vi a Müller, quien también se había puesto rápidamente de pie, llenar un vaso de agua con curaçao y llevarlo consigo al resto de la ronda.
Subimos por una escalera de caracol que llevaba a los cuartos de arriba, y que a Müller le pareció muy práctica. “Casi no ocupa espacio”, dijo Kampert. Y arriba: “Ahora observen, una casa debe verse tan bien como un paisaje”. Müller tomó un sorbo de curaçao de su vaso de agua y ensayó una nueva mirada maliciosa en mi dirección. Pero la esposa de Kampert era absolutamente amable mientras nos mostraba el dormitorio de su marido.

Era un cuarto pequeño y sencillo, con una enorme cama de acero, una silla y un lavamanos de vidrio. Sólo había una claraboya en el techo, con lo que uno tenía la impresión de estar encerrado, pues al frente sólo veía una pared. Sobre la cama había solamente una cobija ordinaria de pelo de camello.
“Tú seguramente habías esperado algo más confortable, ¿no?”, dijo Kampert en tono burlón a Müller. Müller sonrió amistosamente (estaba concentrado en la esposa de Kampert, que, como pude notar, le fascinaba)
y se dirigió con diligencia hacia el siguiente cuarto, el estudio. Estaba separado del dormitorio sólo por una cortina de chintz, y ambos cuartos eran un mundo por sí mismo distintos. Una mesa de madera de abeto. Una silla incómoda y dura. Estanterías de madera de abeto. Un sofá bajito y duro. Libros.
Müller bebió de un sorbo todo el contenido de su vaso. Mientras bajábamos por la escalera de caracol (“ahorra el entrenamiento diario”), le dije a Kampert –ahora que todos callábamos–: “Tu estudio es estupendo, en serio. Tan espartano”. “Simplemente nada innecesario en el cuarto”, dijo K
ampert sin más.
Abajo, Müller se dirigía caminando como un pato hacia el pequeño armario de caoba, que al parecer guardaba muy claro en la memo
ria, y revolvió entre las botellas. “Lo más importante – dijo– es tener siempre su whisky a mano”.
Kampert se acercó sonriente, extrajo una gruesa botella, la elevó a contraluz y dijo: “Black and White”. Bien. Pero si creen que Müller se había calmado, se equivocan. Sin duda, entre todas las marcas de whisky, “Black and White” es la más reconocida, y con todo el derecho. Pero en este momento, comprendí instintivamente que Müller hubiera preferido que del armario hubiera salido u
na marca menos armónica con el resto del lugar. Ciertamente se sirvió generosamente. Pero ya el hecho de que se tomara el whisky (con sólo un poco de soda) del vaso de agua, en el que aún se reconocía un rastro de chartreuse, era una mala señal. Y una aún peor el hecho de que de repente dijera que quería conocer el resto de cosas que aún le faltaban por ver en esta casa tan bien pensada.
Se halló instantes después, testarudo, en medio de un apartamento lila, donde todo era lila: paredes lila, mesas lila, armarios lila, lámpara lila; lila claro, lila oscuro, violeta. Y para colmo; había también un piano Bechstein que combinaba bien con lila. Caminó con dificultad por un guardarropa con armar
ios del más sencillo verde claro, y que sólo tenían un fin práctico, hacia un baño en el que no faltaba nada; entró en una cocina completamente higienizada. Luego se sentó con nosotros sin decir una palabra y con gesto pícaro, en un amistoso comedor, y comió frente a una mesa redonda de madera de roble, sin ser distraído por cuadro alguno al frente suyo, una pesada pero provechosa cena. No era adecuado que entre plato y plato tomara de su viejo vaso cada vez más whisky con cada vez menos soda, pero lo necesitaba. Estimaba a Kampert, el cual, por lo demás, nos contaba historias divertidísimas y mostraba con verdadero humor cuán listo era. No podía ser Kampert, pues, ni tampoco su esposa, que le gustaba a Müller. Lo que irritaba a Müller era la casa. Estaba harto, y su comportamiento era injusto. Era un apartamento muy bello, nada en él era jactancioso. Pero creo que Müller simplemente no podía soportar un minuto más esta armonía premeditada y este pragmatismo reformatorio. Debo confesar que, poco a poco, algo de esta antipatía me fue dominando también.
Entonces la esposa de Kampert, quien a través de sus maneras naturales había controlado todo y, por decirlo así, había domado lo animal en Müller, se retiró, y supe de inmediato que algo estaba apunto de suceder.

Con una calma que no alarmó a Kampert, pero que a mí me supo bastante artificial, Müller dirigió la charla astutamente al los langostinos del Mar del Norte. Cada vez fue más explícito, y de repente expresó sin más rodeos su deseo de comer langostinos del Mar del Norte enlatados. Kampert estaba algo asombrado, pero era tan buen anfitrión y tan ingenuo sobre lo completo de su menaje, que le resultaba imposible sentirse avergonzado tan rápidamente. Además, como Müller, nosotros también habíamos ya bebido bastante; Kampert se puso de pie, tomó su sombrero y nos prometió con una sonrisa que iría por los langostinos del Mar del Norte. Müller permaneció mudo, en su boca una sonrisa siniestra.
Es de suponer que el ángel guardián de Kampert justo en esta noche decidió irse temprano a dormir, pues antes de salir para satisfacer por completo a sus huéspedes, los ojos de Kampert cayeron sobre un baúl junto a la puerta, una cosa marrón con chapas de acero sin mayor importancia, y dijo inocentemente, si comprender en qué tipo de situación se encontraba desde hace más o menos una hora:
“¿Han visto ustedes algo tan poco armonioso en un comedor tan presentable como este, hijos míos? Pero ya les digo: no me desharía de él por nada del mundo, pues nada me molesta más que un lugar donde todo combina a la perfección. En una casa no todo debe combinar, de lo contrario se vuelve inhab
itable”. Y sin verificar los efectos de sus palabras, salió presuroso por los condenados langostinos del Mar del Norte.
Müller me hizo un gesto sonriente. Estaba como liberado. Había vuelto a ser el bonachón, divertido y borracho Müller que yo amaba y respetaba.
De inmediato nos pusimos manos a la obra. Müller se quitó la chaqueta y la tiró en un rincón. Se dirigió rápidamente hacia el vestíbulo, hacia el armario de caoba. Sacó tres botellas y les quebró el cuello de un golpe contra el espaldar de una silla de bambú. Luego, de regreso en el comedor, derramó todo dentro de una olla sopera en la que hasta un instante antes habían nadado algunos
tomates. Entonces se tragó una cucharada de sopa, caminó sin mirarme hasta uno de los sofás americanos originales, se sentó con un suspiro y preparó un plan de ataque detallado. Esto le tomó no más de tres minutos, pero sin un plan tal Müller jamás hubiese podido actuar de modo tan completo como yo habría de experimentarlo. Lo primero que hizo fue arrancar la toldilla de la caña (“Dios santo, ¡cómo pegaron esta cosa!”) y, con mi ayuda, extenderla entre el pestillo de la ventana y la escalera de caracol, para lo cual usó las borlas violetas del salón. Con ello también producía una hamaca enorme que atravesaba toda la sala (“¡Para que llegue hasta Cuba!”). Luego construyó, a partir de las sillas del vestíbulo, la mesa del comedor y algunas cortinas de la cocina un “rincón acogedor”, en el centro del cual dominaba absurdamente el ominoso pequeño armario (“¡El armario, para que haya algo que no armoniza!”). Con los restos de azúcar provenientes de las tasas de moca, grabó unas ilustraciones horrorosas en hojas de periódico que luego colgó de las paredes a modo de pinturas. Cuando estuvo listo con su rincón acogedor, realizó, como él mismo la llamó, su marcha triunfal macedónica por las habitaciones del segundo piso, tambaleándose peligrosamente entre la cama, la mesa de madera de abeto y el lavamanos con una botella metida en el bolsillo del pantalón. Todo esto en completo silencio, a excepción de algunas frases introductorias. Cuando regresó al vestíbulo, se veía extraordinariamente victorioso. Y entonces pronunció, meciéndose en su nueva hamaca cubana, bajo el fogoso influjo de violentas cantidades de alcohol, un discurso fulminante y memorable sobre la modestia.
“El hombre –dijo– nació para luchar. Odia por naturaleza todo tipo de esfuerzo. Pero gracias a Dios existen fuerzas naturales que le levantan el ánimo. El hombre es, pues, un gusano miserable, al que le gusta que todo combine con todo. Azul claro, azul oscuro, negro-azul. Pero por otra parte, y especialmente después del consumo de langostinos del Mar del Norte, el hombre es tamb
ién un torbellino terrible, que recrea la maravillosa diversidad y asombrosa discordia de la creación a través de la reunión violenta de sofás americanos originales, lavamanos pelados y viejos y honorables periódicos. Al hombre no le está permitido llegar al cielo a través de toldillas y pianos Bechstein. ¡Una casa es el lugar donde un hombre puede tirar su corbata en cualquier esquina! Esto ha sido decidido por Dios, no por mí. ¡Ahora es una casa!”.
Y tras haber dicho esto meciéndose de pared a pared frente a una gigantesca ventana nocturna, se puso de pie, inseguro por su propio e inusual exceso espiritual, y se dirigió con la cabeza en alto pero con paso ebrio hacia la habitación violeta, a fin de fortalecerse con un bocado frugal. Extrajo del bolsillo de su chaqueta, que reposaba en un rincón, la lata de langostinos del Mar del Norte y la abrió con un abrecartas encima del piano.
Y en ese momento, junto a la puerta y con una bolsa de papel en las manos, vimos a Kampert.

Pero Müller el terrible, Müller el huésped, de repente avergonzado con rostro encarnado frente a la elegante mesa violeta del purísimo salón de Kampert, siguió comiendo langostinos del Mar del Norte de una lata, untándolos con salsa de tomate y whisky, y miró, inseguro y sabiéndose culpable, con ojos tristes al anfitrión Kampert. Y dijo: “Mi home is my castle”.
Y creo que lo dijo principalmente porque algo así no correspondía de modo alguno con la situación, y sentía en su interior una necesidad profunda por todo lo que fuera absurdo, todo lo que fuera ilógico y todo lo que fuera natural.



* Por la traducción: Copyright / Derechos reservados de autor HDCA

* Imágenes: arriba: foto de una (insoportablemente perfecta y armónica y artificial) sala con muebles típicos Bauhaus o influidos por ella: atrás, en rojo y blanco, dos sillones L
C2 (1929) de Le Corbusier; a la izquierda la Silla Barcelona (1929) de Mies van der Rohe, disenada para la exposición mundial en aquella ciudad; a la derecha la Lounge Chair (1956) de Charles y Ray Eames. Las mesitas sobre las que se encuentran las lámparas de Wagenfeld (1924) son disenos Laccio (1925-26) de Marcel Breuer. Abajo: Raoul Hausmann: Der Kunstkritiker (El crítico de arte) (1919-1920).

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