Yo...
…nací el 15 de marzo de 1889 en Karlsbad. En esta ciudad asistí a la escuela, donde, a través del escritor romano P. Ovidio Naso, entré en contacto por primera vez con un espíritu sutil, y a través de mis profesores, con lo más canalla del género humano. Yo era considerado un elemento subversivo, si bien por ese entonces no me interesaba más que por las empleadas del servicio, e intentaba de todas maneras hacerle honor al susodicho escritor. La carrera de Derecho, que inicié a mis dieciocho, no llegó a realizarse, sino más bien Viena, que era en esos tiempos una ciudad que había que tomarse a pecho. Hoy sigue siendo para mí un enigma el haber aprobado el examen estatal de historia del Derecho. Poco después terminó en mis manos el premio del casino del Carnaval de Munich, y fue así como me largué con el último doblón a Berlín, donde me morí de aburrimiento durante catorce días, pues cometí el error de dormir de noche. Cuando empecé a hacer lo contrario, me divertí tanto tres años enteros que aún hoy mi amor por esa ciudad, y por su argot, sigue siendo inextinguible.
Ya que una mano que determinaba mi vida a mis espaldas seguía pagando la universidad, no pude resistir la tentación de ver amortizadas mis deudas, y me fui a dormir cuatro meses a la Universidad de Greifswald. El resultado fue, no obstante, positivo, lo que tengo que agradecerle a Ovidio. Logré dirigir la charla hacia él, y como mis examinadores eran conocedores del hombre y verdaderos humanistas, me convertí en doctor utriusque juris. Esta circunstancia me ha sido provechosa durante largo tiempo, pues poco después decidí abandonar toda vía predeterminada (¿hay acaso una frase más bella que esta?), y dedicarme a pasear por toda Europa. Por lo general, el padre de familia que descubre que alguien no lleva una vida burguesa, se convence de inmediato de que lleva una ilegal. Para él, la vasta gama de posibilidades existentes entre los dos polos no es más que una fantasía. Ahora bien: el título de doctor demora esa convicción, pues estimula la imaginación civilmente.
Sin embargo, cuando explotó la [Primera] Guerra Mundial, tenía yo tan mala reputación que tuve que recrear mis cuatro años de estadía obligada en Suiza con todo tipo de divertimentos, y con la redacción de un manual titulado Última relajación (Manual para embaucadores), que será de utilidad para todo el mundo, y que aclara que, en últimas, la determinación es más valiosa que la experiencia.
En los Alpes –que, por lo demás, no aprecio en absoluto– también escribí las treinta y tres historias descaradas de El mono azul, las cuales fueron celebradas por algunos conocedores, y que ayudaron a estropear de una vez por todas mi buen nombre. Cuando se terminó la Guerra Mundial me encaramé de nuevo al tren.
Debo admitir que todo esto ya me aburre un poco. Pero es al menos ameno y, de todo lo que hay en este globo, lo menos tedioso. Lo único que me fastidia es que me imputen continuamente los motivos más vulgares. Por eso, declaro aquí de modo solemne que no soy proxeneta ni la mano derecha de Boris Savinkov, a quien –por desgracia– no pude conocer personalmente; que me gusta el aguardiente berlinés, pero que el café alemán me parece una bebida inmunda; que considero el trato con la gente un baile de psicópatas y los aforismos de Lichtenberg y Noviembre de Flaubert una buena preparación; que añoro los cigarrillos austriacos Memphis, pero no a los tenientes que solían consumirlos en masa; que uso perfume Jicky con un vaporizador, y no comprendo a aquellos que por ello me deniegan cualquier tipo de inteligencia; que la política me asquea, pero el lazzo italiano me simpatiza; que tengo tacto, soy perezoso, curioso y tosco; que creo que muchas francesas son seres exquisitos, y la mayoría de las rusas unas histéricas; que no viajo para Skoda ni para el emperador del Sahara, sino por mi propio placer; que tengo un pasaporte checo y, por suerte, mucho aguante.
* Por la traducción: Copyright / Derechos reservados de autor HDCA
…nací el 15 de marzo de 1889 en Karlsbad. En esta ciudad asistí a la escuela, donde, a través del escritor romano P. Ovidio Naso, entré en contacto por primera vez con un espíritu sutil, y a través de mis profesores, con lo más canalla del género humano. Yo era considerado un elemento subversivo, si bien por ese entonces no me interesaba más que por las empleadas del servicio, e intentaba de todas maneras hacerle honor al susodicho escritor. La carrera de Derecho, que inicié a mis dieciocho, no llegó a realizarse, sino más bien Viena, que era en esos tiempos una ciudad que había que tomarse a pecho. Hoy sigue siendo para mí un enigma el haber aprobado el examen estatal de historia del Derecho. Poco después terminó en mis manos el premio del casino del Carnaval de Munich, y fue así como me largué con el último doblón a Berlín, donde me morí de aburrimiento durante catorce días, pues cometí el error de dormir de noche. Cuando empecé a hacer lo contrario, me divertí tanto tres años enteros que aún hoy mi amor por esa ciudad, y por su argot, sigue siendo inextinguible.
Ya que una mano que determinaba mi vida a mis espaldas seguía pagando la universidad, no pude resistir la tentación de ver amortizadas mis deudas, y me fui a dormir cuatro meses a la Universidad de Greifswald. El resultado fue, no obstante, positivo, lo que tengo que agradecerle a Ovidio. Logré dirigir la charla hacia él, y como mis examinadores eran conocedores del hombre y verdaderos humanistas, me convertí en doctor utriusque juris. Esta circunstancia me ha sido provechosa durante largo tiempo, pues poco después decidí abandonar toda vía predeterminada (¿hay acaso una frase más bella que esta?), y dedicarme a pasear por toda Europa. Por lo general, el padre de familia que descubre que alguien no lleva una vida burguesa, se convence de inmediato de que lleva una ilegal. Para él, la vasta gama de posibilidades existentes entre los dos polos no es más que una fantasía. Ahora bien: el título de doctor demora esa convicción, pues estimula la imaginación civilmente.
Sin embargo, cuando explotó la [Primera] Guerra Mundial, tenía yo tan mala reputación que tuve que recrear mis cuatro años de estadía obligada en Suiza con todo tipo de divertimentos, y con la redacción de un manual titulado Última relajación (Manual para embaucadores), que será de utilidad para todo el mundo, y que aclara que, en últimas, la determinación es más valiosa que la experiencia.
En los Alpes –que, por lo demás, no aprecio en absoluto– también escribí las treinta y tres historias descaradas de El mono azul, las cuales fueron celebradas por algunos conocedores, y que ayudaron a estropear de una vez por todas mi buen nombre. Cuando se terminó la Guerra Mundial me encaramé de nuevo al tren.
Debo admitir que todo esto ya me aburre un poco. Pero es al menos ameno y, de todo lo que hay en este globo, lo menos tedioso. Lo único que me fastidia es que me imputen continuamente los motivos más vulgares. Por eso, declaro aquí de modo solemne que no soy proxeneta ni la mano derecha de Boris Savinkov, a quien –por desgracia– no pude conocer personalmente; que me gusta el aguardiente berlinés, pero que el café alemán me parece una bebida inmunda; que considero el trato con la gente un baile de psicópatas y los aforismos de Lichtenberg y Noviembre de Flaubert una buena preparación; que añoro los cigarrillos austriacos Memphis, pero no a los tenientes que solían consumirlos en masa; que uso perfume Jicky con un vaporizador, y no comprendo a aquellos que por ello me deniegan cualquier tipo de inteligencia; que la política me asquea, pero el lazzo italiano me simpatiza; que tengo tacto, soy perezoso, curioso y tosco; que creo que muchas francesas son seres exquisitos, y la mayoría de las rusas unas histéricas; que no viajo para Skoda ni para el emperador del Sahara, sino por mi propio placer; que tengo un pasaporte checo y, por suerte, mucho aguante.
* Por la traducción: Copyright / Derechos reservados de autor HDCA
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